domingo, 23 de mayo de 2010

No hay enemigo grande

   "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor..."
   En el país apenas se escuchaba una voz más alta que otra. Don Quijote y su fiel escudero Sancho espoleaban sus cabalgaduras a la caza de un monstruo dañino.

- Tenga cuidado cuando se lo encuentre de frente, mi señor. Dicen el cura y el barbero que es muy astuto. Al parecer tiene siete cabezas que emiten señales equívocas (si se le corta una de ellas, otra le crece mientras ríe). Tiene confundidos a los profetas y hasta los más sabios del lugar han errado en sus predicciones.
- No te inquietes, amigo Sancho. No hay enemigo grande para este desfazedor de entuertos. En cuanto le eche el guante no durará ni un suspiro.
- Dicen que es escurridizo y que puede ser hasta letal, mi señor.
- Te aseguro que en cuanto acabe con él volverá la alegría a nuestro país. Veo ciudadanos mustios, perplejos y resignados.
- Con matar el hambre no termina el malestar, señor.
- ¿Qué tratas de decirme? amigo Sancho. Sabes que con la olla llena se olvidan las preocupaciones.
- No tenemos ni para duelos ni quebrantos.
- Dios proveerá. Ten fe, mi fiel escudero.
- Nuestros congéneres necesitan una ocupación (honorable y honrada si fuera posible) que les mantenga distraídos sin posibilidad de rumiar en sus miserables vidas.
- Te veo muy pesimista a la par que locuaz, amigo Sancho.
- Dicen el cura y el barbero que el monstruo de las incontables cabezas se ha enseñoreado del Reino. Es tan hábil que ha sembrado la semilla de la discordia en la clase dirigente. Los que deberían gobernarnos, entre insultos y recriminaciones con el bando contrario, pierden un tiempo precioso y mientras la cola de necesitados aumenta.
- Yo encontraré la manera de poner remedio a tantos males.


- El peor contagio que puede haber es el desánimo, señor. Y es tan dañino como el cólera. ¿No hay una pócima para curar ese mal?
- Haberla hayla, mi querido Sancho, pero sucede que al despertar la realidad se vuelve insoportable. ¿Qué es lo que veo, allá en lontananza?
- Es una marea humana, señor. Distingo a su sobrina, Antonia Quijana, tan joven y aún sin ocupación para llevar un jornal a casa. Peor lo está pasando Juan Palomeque, el ventero. Se rumorea que ha cerrado por falta de clientela, al igual que Maese Nicolás, el barbero; los hidalgos no se afeitan y cortan el pelo, prefieren gastar los doblones en dar brillo a sus armaduras. Hasta el sabio Frestón que tornó los gigantes en molinos, se ha quedado a verlas venir. Nadie quiere sus augurios.
- No sé, querido Sancho, muy negro me lo pintas.
- Hasta dicen que Maritornes cuando va al mercado pide pescado para el gato, cuando todo el mundo sabe que ese pescado no es para el que maúlla, sino para ella misma.
- Maledicencias, calumnias, envidias. Creo que hay mucho enfermo imaginario. La realidad no es tan fiera como el león la pinta.
- Peor aún, mi señor…
- Tienes gran olfato para aventurar la desgracia, según parece.
- Sentido común, mi señor. Nada tan simple como ver lo que pasa a mí alrededor.
- ¿Me estás llamando ciego? ¿Acaso desconfías de las enseñanzas de tu amo y señor?
- ¡Válgame Dios! Nada más lejos de mi intención. Tal vez sus ojos ven algo diferente a lo que ven los míos. O tal vez su cabalgadura más alta le permite ver más allá del suelo.
- Pudiera ser, querido Sancho.
- Se avecina una tormenta. Lo huelo en el aire y lo noto en las articulaciones de esta rodilla.
- Cuatro nubes mal preñadas serán, amigo Sancho. En cuanto lleguemos a la posada escampa.

   Nunca olvidará el aguacero. Tres días y tres noches de lluvia interminable hicieron rebosar las acequias y desbordase los ríos. Sancho se mordía la lengua aunque deseoso estaba de recordarle sus vaticinios a su señor hidalgo.
- Sabes bien, Sancho querido, que adivino tus pensamientos.
- Pudiera ser, señor…