domingo, 6 de junio de 2010

Vacaciones

- Papá, huelo el mar.

   El pequeño se dejó caer en el sillón traspuesto de sueño. Al cabo de un rato se despertó con la idea bulléndole en la cabeza.
- ¿Podemos ir a la playa?
- ¡No!
   El padre gruñó, aunque igual daba que hubiera ladrado. Pero el niño no se arredró. El deseo era más fuerte.

- ¿Y tomar un helado?

   La bofetada le dejó atontado. Un río de lágrimas le surcó la mejilla mientras sujetaba en la mano el folleto de las vacaciones que había subido del buzón. Su madre salió apurada de la cocina al resultarle familiar aquél sonido. Llevándose las manos jabonosas a la cabeza tan solo dijo:
- Algún día, con la ayuda de Dios, tendrás playa y helado.
   Y allí estaba el mar más reluciente y salvaje de como lo había imaginado; las olas salpicaban y el escozor de la sal se le metía en la piel hasta que le ardía y tenían que ponerle paños húmedos. Lo que más le gustaba era saltar entre las olas tratando de engañarlas para que no le pillaran debajo. Su padre le tomaba de la mano y le llevaba mar adentro.
- Vamos, valiente, has de ser de los míos
   Pero su madre le cogía con rabia de la otra mano y le suplicaba:
- Por favor, deja al niño que le vas a meter miedo y nunca aprenderá a nadar.
- Anda, no seas tonta.
   Ya no escuchaba más. La ola gigantesca lo engullía y se sentía ir en un obsesivo color gris, llenándosele la boca de agua salada que bajaba hasta los pulmones. Cuando el brusco tirón de su padre lo hacía emerger, lo hacía tosiendo como un loco; con la piel del rostro amoratada, los labios blancos y en la garganta una llaga de sal que le hacía escupir dolorosamente.


   - Pobrecito del disgusto que le has dado se ha quedado dormido. Espero que sueñe con el mar. Está visto que este verano lo pasaremos otra vez en casa, sin playa ni helado.
   La madre se alejó con el catálogo de las vacaciones. Se sentó al lado de la ventana de la cocina y empezó a pasar las hojas.
- ¡Roma! ¡Florencia!
   No tardó en verse caminando hacia la Piazza Navona, echar una moneda en la fuente y pedir un deseo. Algo la despertó bruscamente del sueño.
- Leyendo esto sólo te llenas la cabeza de pájaros.
   Su marido le arrebató bruscamente el folleto y se fue al salón. Lo ojeó sentado en el butacón. París ¡La Champion! Algún día llevaré a mi hijo. Se lo estoy haciendo pasar mal. Aunque es pequeño se da cuenta de todo. El hombre se queda dormido. Su mujer y su hijo pasan de puntillas a su lado y bajan a la calle.
- De nata y fresa, mamá.
- Claro, mi vida.