sábado, 12 de junio de 2010

El caldero (contra la explotación infantil)

   Soy el más bajito, el que está en lo alto de la montaña de basura enarbolando una bolsa de El Corte Inglés como bandera, la visera de Coca-Cola puesta del revés. Tengo once años pero mentalmente aparento unos dieciséis, según dice el psicólogo que ocasionalmente nos visita. No sé lo que quiere decir pero me gusta como lo dice y que me haga sentirme mayor. A veces pasa por aquí un fotógrafo y me da una moneda por hacerme una foto rebuscando medio desnudo entre la basura, con las manos ennegrecidas, el cuerpo lleno de pústulas y los mocos colgando. Llevo el pelo siempre sucio, la cara tiznada y no veo demasiado bien cuando un líquido purulento me pega las pestañas. Me restriego los ojos, bizqueo y entonces el fotógrafo dice perfecto y dispara.


   Una vez apareció por el vertedero un colegio entero. Los niños con el uniforme limpio y reluciente tardaron en bajarse del autobús. Recelaban tras las ventanillas y nos espiaban como si fuéramos bichos raros. Tenían miedo. Lo noté en sus torpes movimientos cuando bajaron del autobús y comenzaron a acercarse. No sabían donde poner los pies. Les daba asco pisar los desechos que les pringaban los zapatos pulcramente encerados y con ridículos saltitos trataban de evitar los cristales esparcidos por el suelo. Empezaron a protestar tímidamente cuando el profesor que los conducía los hizo adentrarse en nuestra montaña de basura y caminar por un río pestilente.

- Vamos, chapotear sin miedo. Tenéis que conocer de primera mano la miseria. Señoritos, que sois unos señoritos.

   Los colegiales llegaron hasta nosotros con zapatos y calcetines embarrados pero con el pelo sedoso y suave en el que se reflejaba el sol del mediodía. Nunca vimos manos tan pulidas, uñas tan brillantes y piel tan nacarada. Sus cuerpos despedían una fragancia que nos aturdía. Eran tan diferentes a nosotros que ni las moscas se les acercaban. Cuando estaban a menos de un metro nos miraron desafiantes, los labios apretados y los ojos muy abiertos. Pero un miedo cerval los delataba, temblaban y la piel se les puso como a las gallinas.
   El maestro nos apunta con el dedo.
- Mirarlos bien. Son más ratas que niños. ¿No querréis acabar como ellos?

   Ante su observación los colegiales ríen nerviosos. No tardarán en arrepentirse de haber nacido. Empezamos a tirarles todos los desperdicios que caben en nuestras manos. El blanco perfecto es el profesor, que de tan gordo apenas se mueve. Le embadurnamos el traje con cáscara de huevo, peladura de naranja, huesos de pollo, restos de flan y yogurt. Los colegiales huyen en desbandada, con el pelo pringoso y los uniformes irreconocibles. Llegan jadeando hasta el autobús y tratan de meterse por las ventanillas. El conductor al verlos trepar se tapa ostensiblemente la nariz y arranca levantando una gran polvareda. Hicimos siete rehenes pero después de torturarlos, obligándoles a mirar fijamente al sol para dejarlos ciegos, los soltamos aburridos de sus lloros y lamentos. No sé si habrán encontrado el camino de regreso.

   Vivimos al pie de la montaña, en unas casetas de madera, hojalata y uralita construidas con nuestras manos. Las mías, las de Laura, Roberto, Juan y Jesús. El sol nos impone la hora de levantarnos. Nos gustan los días cálidos cuando el sol hace brillar montones de basura como si fueran diamantes. Escarbamos con nuestros ágiles dedos, removemos con los pies desnudos los desperdicios y a veces encontramos tesoros. Aquello que se puede vender lo echamos en un carro rudimentario tirado por Charlie, el san bernardo. Un día apareció magullado, con una enorme pedrada en el hocico, sediento y hambriento. Con Charlie bajamos a la ciudad armando gran alboroto. Nos tiramos del pelo unos a otros y nos lanzamos escupitajos. El trapero tras examinar la mercancía nos suelta unas monedas roñosas. Si es verano nos vamos a la heladería donde la dependienta nos mira con cara de asco y nos obliga a lavarnos las manos. En invierno nos ponemos junto al brasero donde Adela asa castañas. Nos gusta poner las manos sobre las brasas rojizas hasta que nos duelen y se nos forman ampollas que explotamos con las uñas entre grandes risotadas.

   Los días grises en que nunca se sabe cuando acabará de llover nos refugiamos bajo la uralita y tratamos de ver la tele que es tan pequeña como mi mano. Nos la regaló el Sebas.
- Ese eres tú- dice Laura cubriendo con el sucio pulgar la pantalla.
- ¿Tan pequeño soy?
- ¿Ahora te das cuenta? Eres casi un enano- para demostrarlo Laura se pone a mi lado. Me saca la cabeza.

   En la tele llevo la visera de Coca-Cola del revés y ondeo victorioso la bandera de El Corte Inglés. Estoy en lo alto de la montaña a punto de dar la orden. Mis cuatro compañeros con piedras en las manos esperan la señal.
- Estos mocosos se han hecho los dueños del vertedero. Atacaron a un colegio y tomaron rehenes- dice una voz que sale del televisor y a cuyo dueño no vemos por más que lo intentamos.

   Hace unos días apareció una intrusa por el vertedero. Una viejecita envuelta en una capa azul con brillos. Nos trae leche caliente, magdalenas y rosquillas que deja en nuestro refugio. Parece muy dulce. Fue ella la que encontró al Sebas y le rascó la cabeza como si fuera un gato. Entonces se dio cuenta de que estaba muerto. El Sebas, que era algo mayor que nosotros, deambulaba como alma en pena por el vertedero. Sólo hablaba con Laura y un día que estaba contento esnifando pegamento le regaló la tele del tamaño de mi mano. Subimos al Sebas muerto al carro y lo bajamos a la ciudad. Iba todo espatarrado. El fotógrafo me prometió diez euros para hacer una foto del Sebas, tenía los ojos aún abiertos y la nariz blanqueada de pegamento. Veinte, le dijimos a coro los cinco. Torció el gesto, abrió la cartera y nos entregó un billete arrugado. Al día siguiente el Sebas estaba en el periódico. Se le ve dormido, Charlie parece ladrar y nosotros hacemos la señal de la victoria. Desde ese día el psicólogo viene más a menudo.
- ¿Dónde has nacido? – me pregunta delante de un buen tazón de leche y galletas para ablandarme.
- En el vertedero- contesto impasible.
- Eso es imposible.
- Siempre he estado aquí.
- ¿Alguien te dejaría?
- Ni idea- mascullo con la mitad de la galleta desecha en la boca.
- ¿Qué sabes de tus padres?
- Nada.
- Eres imposible- me dice y se marcha contrariado.

      Cuando Isidro termina de vaciar la caja del camión de la basura viene a charlar conmigo.
- ¿Cómo va todo?
- Bien, Isidro. Libres como el viento.
- Creo que no por mucho tiempo.
- ¿Por qué lo dices?
- Van a sellar el vertedero. Eso quiere decir que enterrarán toda la basura y que tendréis que largaros a otro lado.
   Isidro me deja subir en el camión pintado con franjas verdes y amarillas y recorremos de punta a punta el vertedero. Desde la cabina todo se ve diferente. Me siento importante y lo nota así que aprovecha el momento.
- En mi casa tienes un sitio.
- Gracias, Isidro, pero o todos o ninguno.
- Tus amigos podrán visitarte cuando quieran.
- No los abandono.
- Díselo entonces a Laura. Mi mujer se encuentra muy sola. Una niña no debería estar con vosotros.
- Se lo diré. Te lo prometo.

   Hoy la vieja ha traído pollo asado y una bolsa de la que saca platos de papel, cuchillos, tenedores y vasos de plástico.
- Es mi cumpleaños y estáis invitados.
Nos sentamos en el suelo y comemos con las manos sin dejar de observarla.

   Al terminar tan suculento almuerzo nos pide que la sigamos. Vamos en tropel detrás de su capa azul que revolotea con el viento. Se para delante de un viejo caserón, empuja con sus manos huesudas una verja herrumbrosa y nos franquea gentilmente la entrada. Hay gatos por todas partes: en el jardín, encima de una fuente, en el fregadero de la cocina, sobre la colcha violeta que cubre su cama.

- ¿Podemos quedarnos?- pregunta Laura con su cara de niña buena.
- Dejarme que lo consulte con Igor, Blas, Neptuno, Poseidón…- dice señalando a los gatos con sus largos y sarmentosos dedos.
- ¿Qué responden?- la apremia Laura dando saltitos.
- Están de acuerdo. Si tengo trece gatos, no me importa tener cinco niños más.
   La vieja me obliga a darme un baño y ponerme la ropa nueva que me ha comprado. Cuando me planto ante Isidro no me reconoce.
- Me gustabas más desaseado. Apestando como yo. No con ese olor a culo de niño.
   Le cuento lo de la mansión y los gatos y se pone a la defensiva.
- Así que la vieja tiene una propiedad. Viviréis como reyes.
   Desde los ventanales de la mansión el vertedero se ve lejano, las gaviotas rebuscan entre los desperdicios felices de que no les tiremos piedras.
- La vieja es un hada- asegura Laura mientras baila haciendo círculos y aireando el volante de su vestido nuevo.
- Ahora está en la tele- le digo plantando el pulgar en la diminuta pantalla.
- Se busca a esta mujer. Cuando desapareció estaba en tratamiento. Tiene que tomar una medicación para estabilizar sus facultades mentales.
- Es un poco extraña la vieja. Pero me gusta- dice Laura sin dejar de dar vueltas.
   La oímos canturrear en la cocina removiendo con una espátula un gran caldero donde borbotea un líquido amarillento.