domingo, 20 de marzo de 2011

Un canto a la vida

   Las ganas de vivir valen para cualquier edad. Sólo hay que tomar como testimonio la noticia que llega hace unas horas de Japón. Es un canto a la vida, mientras aliados y fieles a Gadafi se matan (y matan sobre todo inocentes) esgrimiendo razones espúreas.


   Una señora de 80 años y un joven de 16 en Ishinomaki, lograron mantenerse con vida después de nueve días de haber sufrido el terremoto y posterior tsunami que destruyó la costa nororiental del país. De acuerdo a los reportes comunicados por la televisión oficial japonesa NHK, la policía de la ciudad las encontró en la prefectura de Miyagi. Ambas respondieron a los gritos de los equipos de rescate.

   La Cruz Roja de la ciudad, confirmó que las dos personas se encontraban bajo tratamiento luego de ser trasladadas en helicóptero al hospital. Su estado de salud general era de una importante debilidad pero se mantenían conscientes.

Domingo sangriento

   A la hora en que sorbes ruidosamente el vermouth diez civiles han muerto por 'fuego amigo' en Libia. Iban a librarles del mal pero erraron. Ya se sabe que errar es humano.

   Mientras saboreas las ostras cae en picado un avión de las fuerzas aliadas. Los tripulantes saltan en paracaídas.

   Les esperan milicianos armados. Ya estás por la segunda copa cuando se oye una tremenda explosión en Trípoli. Contemplas el televisor como si vieras una película de guerra. Pero es real, tan real como las ostras que te estás comiendo y el vermouth de este domingo sangriento. A la hora en que tus convecinos salen de misa cae un lugarteniente de Gadafi. Alguien vitorea la muerte. No es un domingo como otro cualquiera. El diablo aparece en la televisión y anuncia venganza. Entonces te acordaste de la correspondencia espístolar que aquellos dos sabios intercambiaron sobre las guerras.


Carta del Dr Freud al profesor Einstein sobre la violencia y la guerra 
Dr. Sigmund Freud. Viena, septiembre de 1932

Estimado profesor Einstein:


Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a un intercambio de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno del interés de los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba que escogería un problema situado en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el cual cada uno de nosotros, el físico y el psicólogo, pudieran abrirse una particular vía de acceso, de suerte que se encontraran en el mismo suelo viniendo de distintos lados. 

Luego me sorprendió usted con el problema planteado: qué puede hacerse para defender a los hombres de los estragos de la guerra. Primero me aterré bajo la impresión de mí -a punto estuve de decir «nuestra»- incompetencia, pues me pareció una tarea práctica que es resorte de los estadistas.

Pero después comprendí que usted no me planteaba ese problema como investigador de la naturaleza y físico, sino como un filántropo que respondía a las sugerencias de la Liga de las Naciones en una acción semejante a la de Fridtjof Nansen, el explorador del Polo, cuando asumió la tarea de prestar auxilio a los hambrientos y a las víctimas sin techo de la Guerra Mundial.

Recapacité entonces, advirtiendo que no se me invitaba a ofrecer propuestas prácticas, sino sólo a indicar el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras para un abordaje psicológico.