domingo, 10 de julio de 2011

10 minicuentos de la crisis


   Me fumo el último cigarrillo deseando quemarme los dedos. Estoy tan apagado por dentro que necesito un destello aunque sea de dolor. Encima de la mesa están apilados los textos del temario. A mi derecha un gran reloj y un dietario. En el reloj fijo las horas de estudio que terminan cada vez que salta la alarma y en el dietario escribo la lista de temas concluidos. Confío que en dos meses los textos ardan en una gran pira levantando llamas verdes y azuladas.
   Como número uno en oposiciones tengo una fe ciega en mi mismo. Mi novia me telefonea cada hora. Cuando le digo que nos jugamos nuestro futuro parece entenderlo. Recuerdo que el día de la despedida se le puso la piel de gallina pero no lloró aunque bien que lo necesitaba. Decido enclaustrarme y no estar para nadie...


   Está tan nerviosa que no puede evitarlo. Se quita las bragas, las echa al bidé y deja correr el agua de la ducha. Relee la carta como si no acabara de creérselo. Y no es para menos. Después de tres años de insidiosa espera recibe una contestación positiva. Son apenas seis líneas, frías e impersonales. La citan el miércoles, a las diez en punto, en una zona residencial. Al entrarle unas irresistibles ganas de volver a hacerlo se mete en la ducha; se enjabona lentamente, con friegas suaves y circulares, dejando que las pompas bailen sobre la piel y sin darse cuenta se deja llevar. Se ve tecleando en un ordenador, en una oficina con luz natural, rodeada de plantas que estallan en preciosas flores. La llaman por teléfono y es el novio que le pregunta cuando va a salir para recogerla y tomarse unas copas. Entran sonrientes en aquél bar oscuro y se comen a besos mientras él agita perezosamente el gin tonic compartido. Un chorro de agua helada la despereza, el novio desaparece en los cubitos de hielo y hasta recuerda cuanto le odia al notar el amargor de la ginebra en sus labios cortados...


   Empuje, que ya sale. Vamos, mujer. Un empujoncito y ya es nuestro. ¿Qué le sucede? Iba tan bien. Vamos, tranquilícese y volvemos a empezar. Respire hondo. Venga, ahora. No, así no, mujer. Lo está haciendo al revés. Algo va mal. No se duerma que ahora no es el mejor momento. Luego descansará todo lo que quiera, con el bebé sobre su pecho. Vamos, mujer. Un empujoncito y ya es nuestro. No sé si merece la pena, la verdad es que estoy confundida. Y no es para menos. Todo iba sobre ruedas. Ya tengo dos hijos y esta sería la nena, la princesa de la casa. Pero no sé. El caso es que a mi marido pese a todo le veo muy ilusionado. Pero no sé si será consciente de que es una boca más que alimentar. Además, las nenas gastan mucho, son presumidas desde pequeñas y caprichosas, para qué vamos a engañarnos. A ella no le puedo poner nada de sus hermanos. Está bien eso de la moda unisex pero yo debo de ser muy antigua. Por ahí si que no paso. Claro está mi mentalidad me obliga a poner otra habitación para la niña. Un gasto extra que ahora no podemos permitirnos. A mi marido está a punto de caérsele la baba. Espera embobado a verla salir. Le gustan mucho los niños. Creo que le quiero más que a nadie en el mundo. Ahora se ha puesto muy serio cuchicheando con el médico y la comadrona. Se alejan los tres y forman corrillo. Tras intercambiar unas palabras el médico se acerca con paso ligero.

-          Le vamos a poner una inyección para adelantar el parto.
-          Ni lo sueñe, doctor. Nunca la he necesitado.
-          Pues, entonces, mujer, no se lo piense más. Adelante. Empuje con energía, que ya no es una primeriza.
-          No sé… 



   Recogió a hurtadillas la colilla caída en el suelo, aún estaba encendida y se la caló en la comisura de los labios. Si lo pensaba fríamente le sabía igual que cualquier cigarro recién prendido. Todo es cuestión de lo escrupuloso que uno sea. La tiró al pensar quien la habría podido tener en sus labios; tal vez un aristócrata sifilítico, un hombre babeante o un enfermo terminal. Si te dejas dominar por los pensamientos estás perdido. Volvió a recogerla del suelo aún humeante y expulsó el humo como lo haría un hombre feliz y corriente. Miraba en las papeleras con elegancia y disimulo, como si hubiera perdido algo; alargaba la mano y hurgaba con el guante de látex. Notó algo parecido a un mordisco y no se decidió a retirar la mano. Cuando lo hizo vio que se había cortado y el dedo anular le sangraba. Lo envolvió con el pañuelo. La punta de los dedos de látex rozaba la porquería mientras las tripas se le revolvían. Todo era acostumbrarse. Introdujo la mano con decisión y sintió el roce de una piel que adivinó de plátano. Antes de rebuscar como un gentleman en las papeleras se rozaba con las paredes para atraer la buena suerte o bajaba un pie a la calzada, a punto de ser atropellado, porque había leído que con esta añagaza le llovería dinero...




    Desplegó las suaves manos por la piel de cuero. El tacto cálido la hizo estremecerse. Abrió el catálogo y marcó con el lápiz su modelo preferido. Su marido en la oficina tenía una gran bronca con el jefe. Repetidas veces se ha mordido la lengua pero esta vez salta, la mecha prende como la yesca. La mujer se dirige con una sonrisa al dependiente señalando con el índice un tresillo de terciopelo azul. Es un modelo muy caro para estar en exhibición, tendríamos que pedirlo a la central. ¿Cómo va a pagarlo? Se muerde el labio inferior. En el despacho permanece sentado mientras el jefe le amonesta. La verdad no me esperaba esto de usted, todo menos el insulto. Pagaré en cómodos plazos. ¿Cuántos días tardarán en llevármelo a casa? Le pido disculpas ha sido un arrebato, no pretendía ofenderlo. Se lo llevaremos en tres días. También quiero cambiar la habitación de matrimonio. Entera. Estoy aburrida de la coqueta, las lámparas, la alfombra y de todo lo demás. Las disculpas llegan demasiado tarde. ¡Que le den por culo! El marido hace un gesto ostensible y abandona la oficina...


   Recuerdo como si fuera hoy aquél aciago día, aún no había amanecido, en que descendía las escaleras del metro a la búsqueda de un trabajo. Me di de bruces con un obrero que subía agitando un diario dando grandes voces de contento: ¡Franco ha muerto! ¡Franco ha muerto! ¡Franco ha muerto!
-          ¿Dónde vas, muchacho, si hoy no trabaja nadie?- me interrogó con una alegría que le desbordaba el corazón.
-          ¿Nadie?
   Me llevaron los demonios al saber que el dictador en su último estertor me había dejado con el culo al aire...



-          Papá, huelo el mar.
El pequeño se dejó caer en el sillón transpuesto de sueño. Al cabo de un rato se despertó con la idea bulléndole en la cabeza.
-          ¿Podemos ir a la playa?
-          No.
   El padre gruñó, aunque igual daba que hubiera ladrado. Pero el niño no se arredró. El deseo era más fuerte.
-          ¿Y tomar un helado?
   La bofetada le dejó atontado. Un río de lágrimas le surcó la mejilla mientras sujetaba en la mano el folleto de las vacaciones que había subido del buzón.
   Su madre salió apurada de la cocina al resultarle familiar aquél sonido. Llevándose las manos jabonosas a la cabeza tan solo dijo:
- Algún día, con la ayuda de Dios, tendrás playa y helado.


     Ahí me veía yo a mis sesenta y un años echando papelitos por los buzones de la urbanización. Lo hacía de noche, a escondidas, cuando todos estaban recogidos viendo la televisión. Me veo obligada por las circunstancias, yo que como quien dice me había partido la espalda desde muy niña y ya podía disfrutar de una jubilación. Pero ya se sabe como son estas cosas. Un día abres los ojos y no tienes nada y más vale que no te preguntes como has llegado a esta situación, solo sirve para que te envenenes la sangre y odies a cualquier prójimo que se te cruce en el camino y más si es feliz. Vergüenza es lo que tengo, una vergüenza tan grande que por las noches me hace llorar sobre la almohada, pero qué le voy a hacer, hay que apechugar con lo que viene y lo único que tengo son arrestos para afrontar con lo que sea, aunque por dentro lo esté pasando muy mal. Pero si a los hijos les va mal alguien ha de arrimar el hombro hasta que vengan tiempos mejores. Y no le ha pasado solo a él, también mi nuera se ha quedado mano sobre mano. Ya es mala suerte.




     ¡A comer!

    Es el grito de guerra de mamá. Tirado en el suelo hago como si no la escuchara. Sigo emperrado en poner en pie mis soldados de plomo. Basta un simple estremecimiento de la tarima para que se desplomen y me coja una rabieta de llanto y mocos. Ya tengo la infantería preparada. Solo me falta situar al enemigo en un alto para lo que utilizo como colina una caja de zapatos a la que he elevado en punta por uno de sus extremos.
   ¡La sopa se enfría!
   La voz agria y avejentada de mamá flota en el pasillo. Me demoro en acudir hasta desesperarla. Cuando le hago perder el control soy feliz. Uno de los soldados no ha podido aguantar mis carcajadas y se despeña colina abajo. Ha sido un lamentable accidente y sólo hay un culpable: mamá. Siempre cuando estoy en lo mejor me llama, no cesa de interrumpirme y luego me cuesta acordarme de donde estaban y que posiciones ocupaban mis valientes.
     ¡A comer!
     No se dará cuenta de que ya no soy un niño. Veo mis viejos juguetes descoloridos y no sé si echarme a llorar.
-          Hijo, te comportas igual que si fueras un niño. Nunca contestas cuando te llamo.
-          Perdona. Estaba en la habitación y, ya sabes, he empezado a acordarme de aquellos tiempos de cuando jugaba feliz en mi cuarto.
-          Tu padre decía: este chico tiene madera. Se te escuchaba en toda la casa dar órdenes como un general.
-          No olvido aquellos sermones de papá. Sobre todo aquella cantinela de que algún día serás mayor y te irás de casa para hacerte un hombre de provecho. Y ahora, mírame: con bastantes años más y mano sobre mano.
-          Hijo, la vida da muchas vueltas.



   Estoy metido en una urna de cristal algo más grande que yo. Mi respiración es irregular. Eso significa que aún no estoy habituado a este singular recinto. En este nicho tengo cama y comida. El recinto es tan estrecho que al moverme rozo la pared con los codos. A mi alrededor hay centenares de nichos iguales. Miro al vecino más cercano de ojos rasgados y parece feliz. Me saluda y se toma una pastilla por todo alimento. Mis acompañantes adoptan para dormir una postura hierática. Miran hacia el techo como si rezaran y, luego, lentamente entornan los ojos. Al cabo de un rato todos duermen. Tienen una respiración acompasada y tranquila.
   Me encuentro verdaderamente mal dentro de este sarcófago. Sigo sin poder moverme a mis anchas y eso me irrita sobremanera. Pruebo a levantarme y a tomar la pastilla. Mi cabeza choca contra el cristal. Percibo a centenares de hombres que continúan tumbados. Todos están ahora en la misma posición. De medio lado, encogidos. Duermen como si cumplieran una consigna.